«Víctor» vuelve a la clandestinidad
Rafael Blasco Castany ocupa desde el miércoles el escaño 92 de las Corts como «no adscrito». Apestado. Es el cierre del círculo de 40 años en política, que arrancaron con la militancia clandestina en la izquierda antisistema. Este adicto al poder evolucionó y ha sido siete veces conseller con cuatro presidentes y dos partidos.
Peor hablar que ser acusado de robar. «Tráfico de influencias, malversación de caudales públicos, prevaricación y falsedad documental». Es la acusación que pesa contra Blasco por una de las dos causas judiciales abiertas en el TSJ valenciano por el caso Cooperación, el escándalo del presunto desfalco de 6 millones de ayuda de la Generalitat al Tercer Mundo que acabaron en manos de una red presuntamente favorecida en el reparto de subvenciones por el exconseller de Solidaridad y Ciudadanía.
La pata más avanzada de la investigación, la que ha puesto al borde de ser procesado a Blasco, tiene que ver con el desvío de 1,2 millones que le fueron concedidos a la Fundación Cultural y de Estudios Sociales (Cyes) para proyectos en Nicaragua. El dinero se transformó en dos pisos, un entresuelo y un garaje en la ciudad de Valencia. La fiscalía pide 14 de años de prisión para el exconseller; el PSPV, como acusación popular, 15. Y la Abogacía de la Generalitat, 11 años de cárcel. Con toda naturalidad, la Generalitat se personó contra quien fue destacado miembro del Consell. El imputado Blasco seguía en el grupo popular, como otros 8 compañeros de bancada, implicados en otras causas de presunta corrupción, como Gürtel o Brugal.
La noche del 19 de junio, miércoles, Blasco acudió como invitado al espacio de 13 TV «El cascabel al gato». Ironías de la política, eligió el canal católico para denunciar que los letrados de la Generalitat han pedido cárcel para él siguiendo consignas del presidente Alberto Fabra. El sábado por la mañana, el comité de disciplina del PP decretó la suspensión de militancia de Blasco. «Han actuado como en una dictadura», clamó el exconseller. En política, se penan más los versos sueltos que los hechos torcidos.
El primer entierro. Su compromiso político arrancó estudiando Derecho. En el Sindicato Democrático Universitario contactó con Ciprià Ciscar, que después se convirtió en cuñado. A través de él conoció a Consuelo Ciscar, que sería su mujer. Antes fue secretaria personal del presidente Joan Lerma. Por aquel entonces (1982-85), Blasco era subsecretario de Presidencia y, desde 1983, conseller de ese área. «Lerma confiaba ciegamente en él», explicaba un dirigente de la época. Pero el idilio se quebró. El 28 de diciembre de 1989, Lerma lo destituyó de conseller de Obras Públicas y Urbanismo. No era una inocentada. La directora general Blanca Blanquer denunció en Fiscalía a dos funcionarios por ofrecerse a reclasificar suelo en Calp a cambio de 500 millones de pesetas. Se ordenaron pinchazos telefónicos y se descubrió un posible amaño en la venta de una parcela de la empresa pública Ivvsa en Paterna. El fiscal jefe se querelló contra Blasco y otras cinco personas. Un 18 de enero de 1990. Llevaba tres semanas de exconseller, pero seguía en la dirección del PSPV. Y mantenía el carné del partido. Ese en el que se recuerda la llamada de Pablo Iglesias a hacer proselitismo de los valores socialistas y no limitarse a practicarlos en la intimidad.
Absolución y desquite. En julio de 1991, el TSJ valenciano anuló por defecto de forma las grabaciones, la prueba fundamental que pesaba contra el exconseller y los otros cinco acusados. Blasco siguió en la bancada socialista, sentado donde le correspondía. En el escaño de la B, entre la A de Armengol y la C de Castro. Tenía todo el tiempo para tramar un plan de supervivencia y desquite. Primero atacó por el flanco nacionalista al impulsar, en 1993, Convergència Valenciana, intento fracasado de aglutinar al regionalismo bien entendido de Unión Valenciana con el nacionalismo fusteriano. En enero de 1995 hizo una sólida declaración de principios: «Estoy dispuesto a trabajar con cualquier partido para echar al PSOE». Zaplana lo fichó.
Nada más ganó las elecciones el PP, lo nombró subsecretario. Aportaba conocimiento del enemigo y le daba un barniz distinto a la derechona. Pero nunca fue «uno de los nuestros» en el PP porque jamás tuvo pedigrí ni nadie se fió de él. La falta de empatía era mutua. En privado, aludía a «los del PP», para evidenciar que comulgaba en cuerpo pero no en alma. Defendía al partido porque Blasco es un profesional. Y un comercial que supo promocionar el producto PP y la mercancía Rafael Blasco. No en balde, de joven se curtió vendiendo enciclopedias a domicilio.
Al PP se afilió en julio de 2004, pero llevaba años en la cocina. Gestionando poder como los Borja, y dibujando estrategias. Cocinó, vuelta y vuelta, a Giddens para proyectar a Zaplana como librepensador; fue uno de los arquitectos de la demolición de UV —fagocitada por el PP— e impulsó el Partido Social Demócrata (PSD), en 2006, para hacerle la competencia a los socialistas. Él niega la paternidad del invento. Quizás porque fue un fracaso. Y los mitos se construyen con victorias y derrotas. Pero siempre con épica. Nunca con fracasos.
Epitafio. Salvo milagro, Blasco no sobrevivirá a este entierro. Tras 72 horas en el corredor de la muerte, el martes pidió la baja del grupo popular horas antes de que sus compañeros se reunieran para ejecutar la sentencia de expulsión. Y así fue como el camarada Víctor pasó al escaño 92, situado detrás del diputado de Esquerra Unida Ignacio Blanco. Es como si el destino hubiese escrito el cierre del círculo de su vida política: «de izquierda eres y en izquierda te convertirás». Con la venia de El Padrino.
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