domingo, 9 de marzo de 2014

11-M: Vera, nueve años y un día

Vera, nueve años y un día

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Vera de Benito sujeta una foto de ella y su padre en la estación de Atocha. | Carlos García Pozo
Amanece el 11 de marzo y Madrid es el silencio que precede a un portazo. Vera de Benito tiene sólo nueve años, su padre sube al tren y la hija no sabe que la próxima estación es quedarse huérfana. Sus ventanas dan a unas vías. El mundo cruje. Nunca antes lo habíamos visto por los ojos de una niña.
Madrid es un jarrón a punto de caer al suelo, justo el instante de antes. Madrid es una puerta que va a abrirse de golpe. Madrid no sabe todavía que la mañana de marzo viene con el abrelatas de la Historia, las bielas estallando aquí y allá, ahora sí —ya ha comenzado todo—, como flores terribles y oscuras. Hay un estremecimiento de petardo de los caros en este piso, Vera descarrila con un oso de peluche por el tobogán de su cama, la madre es un correteo de pasos cortos y todavía debe de estar tibio el lecho que acaba de dejar el padre en la habitación contigua.
—¿Y papá?
Tiene nueve años.
Las ventanas de su cuarto dan a la estación.
Se asoma.
Nunca antes nos lo había contado una niña.
La entrada de un tren a la estación de Atocha. | Carlos García Pozo
[«Hechos probados: (...) A primera hora de la mañana del día 11 de marzo de 2004, tres miembros de la célula terrorista descrita, sin que se tenga la certeza absoluta de sus identidades, se desplazaron hasta la localidad de Alcalá de Henares en una furgoneta blanca marca Renault, modelo Kangoo, matrícula 0576-BRX, portando varias bolsas de deportes y/o mochilas que contenían artefactos explosivos»].
«Vivíamos frente a la estación de Santa Eugenia. Mi madre dice que retumbó la casa, pero yo no lo recuerdo. Sí sé que me levanté rápido. Vi llegar a las ambulancias. A la Policía. Todo el mundo me rehuía. Preguntaba, pero nadie contestaba»
Su padre era una estación central y ella era una vía en construcción.
Su padre era un arma blanca y ella era el cuchillo del himno del Atleti, canturreado por lo bajo, riéndole a la cara, para chincharle.
Su padre era el tipo con el que se podían hacer tratos, vaya que si se podía: él no se chivaría a la madre de que la hija había suspendido Matemáticas y ella no haría lo propio con que papá había vuelto a fumar.
En el vídeo infantil se les ve a ambos de la mano, cómo no, ella andando como una pato y él haciendo el ganso. La última fotografía se la hemos hecho ahora, esta misma mañana, junto a la vía. La gente debe pensarse que somos turistas y que es nuestro primer cercanías. O que buscamos a un desaparecido.
Qué va.
Se llamaba Esteban de Benito. Era técnico de Telefónica. Tenía 39 años. Fue aquí en Atocha. Hace 10 ya. Nunca antes nos lo había contado una niña.
—¿Tú crees que le ha pasado algo a mi padre?, a su tía Inés, aquella misma noche.
—No sé, tú duérmete.
«Vivíamos frente a la estación de Santa Eugenia. Era una cría. Hay cosas de las que me acuerdo y hay cosas que las tengo como difuminadas. Mi madre dice que retumbó la casa, pero yo no lo recuerdo. Sí sé que me levanté rápido, porque oí los gritos de mi madre viendo la televisión. Había una nebulosa flotando en el aire. No era humo. Vi llegar a las ambulancias. A la Policía. Pensaba que algo iba mal, porque todo el mundo me rehuía. Preguntaba, pero nadie contestaba. Mi ventana daba a la estación».
Lo que Vera de Benito supo ese día es que los mayores, cuando sucede algo malo, miran mucho hacia arriba, pero poco hacia abajo.
—Papá se ha ido al cielo, ahora es su tía Ana la que le habla.
—¿Y por qué?
—Porque ha habido personas malas que han puesto unas bombas y se lo han llevado.
– ¿Y por qué?
—Eso es complicado de explicar.
—¿Y por qué?
Lo que Vera de Benito supo después de aquel día es que el 11 de marzo de 2004 murieron 191 personas y 1.857 resultaron heridas; que fueron 10 explosiones en cuatro trenes distintos de la red de cercanías; que todo ocurrió entre las 7.37 y las 7.40 horas, como en una mascletá programada y macabra: primero en Atocha (tres bombas), un minuto después en El Pozo (dos bombas), casi al instante en Santa Eugenia (una), segundos más tarde frente a la calle Téllez (cuatro); que quedaban tres días para unas elecciones generales; que aquellos estallidos fueron atentados terroristas; que hubo un 'bla bla bla' de silencios; que su padre merecía este homenaje.
Al margen de todo.
Dándole al botón del retorno.
A solas.
Ella.
Él.
Este andén de palabras.
[«Hechos probados: (...) Poco antes de las 7 horas del 11 de marzo, los ocupantes del referido vehículo lo estacionaron en la calle Infantado de Alcalá, próxima a la estación de Cercanías, donde fueron vistos por el conserje o portero de una finca cercana. Tras bajarse de la furgoneta, se dirigieron a la estación, y colocaron en varios trenes que tenían por destino Madrid un número indeterminado de bolsas de deporte o mochilas que contenían cargas explosivas».]
«Habría estado bien que alguien me hubiera contado la verdad. Con toda su crudeza. Por mucho daño que hiciera. Pero como no me lo contaron, me puse a investigar por mi cuenta. Me puse a leer y a leer. Vi artículos que no me hicieron ningún bien. En los periódicos, en Internet... Siendo una cría. Ponía atentado de 11-M o trenes meses después y veía cosas tremendas. Con 11 años mi madre me llevó al psicólogo, porque decía que no lloraba. Con 12 vivía una auténtica obsesión. Me veía en Youtube todas las imágenes de las cámaras de seguridad de Atocha, me volví a ver todos los diarios de ese día, anuarios, recortes, revistas... Quería enterarme de la verdad. Me debían una verdad».
La familia vivía junto a la estación de Santa Eugenia. | Carlos García Pozo
La niña que no sabía nada se aprendió todo con un esfuerzo mayúsculo, nadando a braza y contra corriente, siempre lejos del tren, porque no podía arrimarse a esa orilla de raíles sin sentir pánico. Llegaba del colegio, terminaba con la almadraba de los quebrados o el salazón del inglés y se zambullía de lleno en su mar de dudas.
Otra vez Internet. Otra vez los periódicos. Otra vez las carpetas con las esquinas mordidas.
De tanto leer se aprendió los nombres y apellidos de todas y cada una de las víctimas. Y hasta podía recitártelos de carrerilla, como si fueran compañeros de clase en el colegio. Sólo que ella los llamaba en alto y nadie decía «presente»...
Eva Belén Abad Quijada, Óscar Abril Alegre, Liliana Guillermina Acero Ushiña, Florencio Aguado Rojano, Juan Alberto Alonso Rodríguez. Y así hasta llegar a la zeta y vuelta a empezar.
De tanto releer, se aprendió los nombres de los terroristas, sus alias y sus líos. Desde Jamal Zougam hasta Otman el Gnaoui, desde Suárez Trashorras hasta Hassan el Haski. Como el juego del Quién es quién que le regalaron y un día perdió. 
A la edad de nueve años, hoy, las niñas prueban a pintarse una enorme mariposa o hacerse la Miley Cyrus. A Vera le pilló todo a medias. Las verdades que venían y las mentiras que se iban. A esa edad, para una cría, el padre es casi como un novio
[«Hechos probados: (...) En total fueron colocadas 13 mochilas o bolsas cargadas con explosivos temporizados para que explosionaran simultáneamente. Diez de ellas entre las 7.37 y las 7.40 horas del 11 de marzo de 2004»].
—¿Y papá? ¿Dónde está papá?
Lo pregunta porque llaman al móvil —cigarra afónica— y no lo coge. Estamos en aquella mañana de nuevo. Tiene nueve años y el mundo es blando como la plastilina. Le das un golpe y zas. Su tía Ana le cuenta en un aparte que su padre se ha ido al cielo. Y las dos regresan al salón con el resto de la familia, los tíos y las tías allí, las frases moduladas en voz baja y la tele puesta, sabiendo que la niña ya sabe.
Cuando le pusieron el cadáver delante, cuenta, el tío Pedro no lo reconoció. Supieron que era su padre después: por lo que decían la cartera y un implante dental.
Aquella noche lloró largamente. Supone que su madre también. Aunque es curioso: ninguna de las dos vio a la otra hacerlo en público.
—Yo soy la segunda mujer más fuerte del mundo.
—¿Quién es la primera?
—Mi madre. Superó un cáncer hace poco. Le quitaron el útero. Ha sido capaz de sacarnos adelante a mi hermana y a mí. No le he visto una lágrima jamás. Ni en aquellos años. Ni en éstos.
De los días ácidos que vinieron después de ese jueves recuerda el regreso al colegio Sagrada Familia, un lunes. Una de dos: o ella se había hecho más grande o el colegio se había hecho más pequeño. Todos estaban más cerca. «Estamos contigo», habían escrito en la pizarra. Tomó su asiento, los libros permanecieron cerrados y no hizo falta pasar lista: ella había venido, la única. La profesora Miriam le fue con abrazo cálidoy tupido, el saludo que se le ocurrió. Como una bandera en la que envolverse.
«Abrí la puerta del aula y los compañeros estaban con la cabeza gacha. En silencio. Llorando. No hubo clase ese día. Estuvimos hablando. La gente me daba ánimos. Mi dolor era el suyo. Lo compartimos todo allí». No lo dice ella; lo añadimos nosotros.
—¿Como alrededor de una hoguera?
—Como alrededor de una hoguera.
Dejó de montar en tren, claro. La cosa menos llamativa de todo lo que dejó de hacer.
Hasta que hace dos años volvió a montar en aquellos vagones. El 11 de marzo de 2012, a la misma hora en la que fueron los atentados, cogió el mismo tren que el padre. Desde Santa Eugenia hasta Atocha. Recuerda que había gente con los ojos cerrados.
Ella lo miró todo. Si ellos supieran.
Hasta hoy.
[«Hechos probados: (...) A consecuencia de las explosiones fallecieron 191 personas: 34 en la estación de Atocha, 63 en la calle Téllez, 65 en la estación de El Pozo, 14 en la estación de Santa Eugenia y 15 en distintos hospitales de Madrid»].
Aquí cayó Esteban de Benito de un zarpazo, con 33 ciudadanos más, gente que se había manifestado contra la guerra de Irak o no. Gente que tenía planes para aquella tarde o que pensaba quedarse en casa. Gente que bastante tenía con llegar a fin de mes o salía a correr con su perro. Aquí cayó. A lo peor aquí mismo, junto a este cartel que sostiene la hija.   
El padre de Vera murió cuando ella tenía nueve años. Él tenía 39. | Carlos García Pozo
Suena por megafonía que «por vía cuatro efectuará paso un tren sin parada». Hay más ruidos, un crepitar del Madrid que madruga. Pero es la voz del padre la que llega, con tacto de cinexin y luz de melocotón.
«Levántate, Verita». Entrando a la habitación.
«¿Y tú, bella mía, qué vas a hacer cuando seas mayor?». De la mano.
«Ya sabes lo que tienes que hacer, Vera de Benito». Señalando serio con el dedo.
«Yo no estaré siempre, mi niña, tienes que aprender a hacerlo sola». Rascándole la cabeza.
La voz. La voz de su padre. En el sueño que tuvo unos meses aparecía de fondo: Vera está en clase y tiene que presentar un trabajo. Se levanta, saca sus papeles, se queda en blanco. Acude una voz al rescate, dictándole todo. No está allí el padre. Pero es su voz la que le dice.
No lo vemos. Nos lo cuenta. Que en su habitación conserva muchas fotos de él, dentro de una hilera de ositos colgantes; que tiene su carné del gimnasio, su cartera, una pulsera de oro, un jersey suyo de varias tallas más, que se pone para estar en casa, de pico, en color beige, con una cenefa azul en el puño. Un jersey, dice, que le queda como a un fantasma.
[Hechos probados: (...) «Además, resultaron heridas 1.857 personas y se produjeron importantes daños materiales que no han sido tasados en su totalidad»...].
«Echo de menos que me riña diciéndome que no le gusta el chico con el que salgo. El año pasado, cuando tuve un desengaño amoroso, que hubiera estado él y me hubiera dicho: 'Eres demasiada chica para tan poco chico'. Bobadas»
A la edad de nueve años, hoy, las niñas prueban a pintarse una enorme mariposa de colores en la cara, patinar, escribir un diario o hacerse la Miley Cyrus los sábados.
A Vera le pilló todo a medias entonces. El disfraz de la fiesta y el curso escolar. El antepenúltimo estirón y el definitivo viaje a Eurodisney. Las verdades que venían y las mentiras que se iban. Qué raro es esto: a esa edad, para una cría, el padre es casi como un novio.
«Echo de menos que me riña un poquito diciéndome, imagina, que no le gusta el chico con el que salgo. El año pasado, cuando tuve un desengaño amoroso, que hubiera estado él y me hubiera dicho: 'Eres demasiada chica para tan poco chico, hija, tú te mereces algo mejor'. Cosas así. Bobadas. Echo de menos cantar las notas del 'Let it be' subida a sus pies».
A veces le redacta cartas poderosas como rayuelas [VEA EL VÍDEO ARRIBA]. Las extiende sobre la mesa, tira una piedra pequeña, salta encima, avanza, retrocede, los dos jugando.
«Hola, papá, aquí me tienes. Una mañana más con un nuevo comienzo, cogiendo el tren con el mismo recuerdo en mi cabeza. Hace mucho que estos pensamientos ya no me gritan tu ausencia (...). Sería ilógico que te dijera que no te echo de menos, que el monstruo verde de la envidia no me sorprende mirando los abrazos que le dan mis amigas a sus padres».
«Voy a aprovechar todo el tiempo que a ti te faltó. Veo pasar estación tras estación. Transcurren igual que estos 10 años que llevo sin verte. Hay tantos recuerdos que me hacen reír cuando he tenido un mal día. Tu sonrisa, tu fruncir el ceño cuando te cantaba el himno del Atleti, o tu mano extendida para levantarme del suelo (...). Estoy llegando a Atocha, vaya, si es que me pongo a hablar y no paro. Te dejo. Un beso fuerte y lleno de vida. Aquí, en el mismo sitio donde tú exhalaste tu último suspiro».
Tiene 19 años.
Las ventanas de su cuarto dan a un jardín.
Se asoma.
Nunca, nunca antes nos lo había contado una niña.

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