Los niños de los que nadie habla
Silvina Heguy
Pueblos enteros viven expuestos a los agroquímicos en Argentina. Denuncian: «Agonizamos bajo una descontrolada lluvia tóxica».
Riesgo inminente de óbito», decía el último parte médico de Gonzalo, eufemismo que indicaba que el bebé, a sus dos meses y 27 días, podía morir en cualquier momento. En su diagnóstico se leía «malformación craneoencefálica», entre una marea de términos médicos. Las estadísticas dirán más tarde que es uno de los siete entre mil casos que nacen así, pero su padre, Pedro Mores, y otros como él creen otra cosa. El pequeño Gonzalo se gestó en uno de los tantos pueblos de Argentina expuestos a las fumigaciones con agroquímicos.
La familia Mores vive en el límite de las provincias norteñas de Chaco y Santiago del Estero. «Por ahí andan fumigando constantemente con los aviones y con los tractores que llaman 'mosquitos' -cuenta Pedro-. Dan la vuelta sobre las casas. En el pueblo hay más casos como el de Gonzalo, unos cuatro, y es un lugar chico de unos siete mil habitantes. Esto de los venenos empezó en los años noventa y cada vez avanzan más. Desconozco qué echan, lo que sé es que nosotros teníamos frutales y se han secado».
Un informe del Ministerio de Salud de mayo de 2012 confirma su sospecha. En las poblaciones expuestas a los agroquímicos hay un 30 por ciento más de casos de cáncer que en las que no lo están. El número de malformaciones en las áreas fumigadas también es mayor. Aun así, las denuncias sobre los efectos de los agroquímicos, utilizados en la explotación de cosechas de alta rentabilidad, suelen perderse entre la polémica. Las grandes empresas niegan los efectos tóxicos de las sustancias y piden el «uso responsable» de lo que la gente del campo llama, sin rodeos, «venenos».
Argentina es una de las potencias agrícolas del mundo. Después de Estados Unidos y Brasil es la tercera gran productora de soja. Este año producirá 55 millones de toneladas. Para ello se calcula que anualmente se rocían más de 300 millones de litros de agroquímicos sobre sus campos. Estas fumigaciones -según estimaciones de agrupaciones ecologistas- afectan al menos a 12 de los 40 millones de argentinos que reciben este veneno sobre sus casas, escuelas, parques, fuentes, lugares de trabajo; en definitiva, sobre sus vidas. Sus denuncias cuestionan el corazón del agronegocio, motor de la economía de Argentina, basado en el uso de semillas modificadas genéticamente que resisten a los agroquímicos. Al permitir fumigaciones a destajo, facilitan el uso intensivo de la tierra y evitan largos procesos que implican un mayor esfuerzo.
La oficina de Hugo Gómez Demaio queda en el segundo piso del servicio de cirugía pediátrica del Hospital Provincial de Posadas, capital de la provincia de Misiones, en el noreste del país. Su despacho es una pequeña habitación a la que se llega después de pasar por una sala donde los cirujanos dejan sus batas y guantes al término de una operación. Demaio, el jefe de servicio, hace más de una década que comenzó a notar un crecimiento en el número de pacientes nacidos con malformaciones. Primero comenzó a marcar en un mapa la procedencia de la mayoría de los casos que padecían mielomeningocele, una malformación que, además de un tumor, puede acarrear hidrocefalia, parálisis y daño neurológico, generalmente irreversible.
«Vimos que todos habían sido gestados en zonas donde el uso de agrotóxicos es masivo y decidimos estudiar el asunto -cuenta Demaio-. Comprobamos que incluso la población no expuesta tiene al menos 15 agroquímicos circulando en sangre, con el agravante de que sus efectos combinados no se conocen. Porque yo sé cómo actúa el glifosato, pero no cómo lo hace si se combina con el herbicida 2,4D. Lo que sí sé es que este es uno de los componentes del agente naranja que usaron los norteamericanos en Vietnam y que hay muchos más pacientes con malformaciones en estas zonas».
En Argentina no existe una ley nacional de agroquímicos, aunque en la mayoría de las 24 provincias existen leyes particulares que intentan legislar sobre el uso de herbicidas e insecticidas. Ante las denuncias reiteradas en relación con sus efectos sobre la salud, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner inició en 2009 una investigación y determinó que fallaban los controles. Para eso creó un Programa Federal para el Fortalecimiento de los Sistemas Locales de Control, cuyos escasos o nulos resultados son apreciables en un recorrido por las zonas afectadas. Avia Terai, en Chaco, es un buen ejemplo.
Avia Terai está flanqueada por campos sembrados. La soja y los girasoles crecen hasta el límite del pueblo. Al otro lado de la localidad, una pista de aterrizaje sirve de base para los aviones fumigadores que denuncian los vecinos. El barrio que los ve salir y llegar se llama Padre Mújica. Se trata de casas sociales, construidas por la Fundación Madres de Plaza de Mayo. En ellas viven 108 familias y cada una tiene uno de sus miembros con algún tipo de discapacidad. La mayoría son menores.
Nadia Leguizamón es una de ellas. Tiene 12 años y hace dos que dejó de caminar. «No me dijeron nunca cuál era su diagnóstico, pero siempre tuvo dificultades para moverse», explica Viviana Pérez mientras ayuda a su hija a sentarse en la silla de ruedas para salir a dar un paseo. «Me han dicho muchas veces que el veneno de los cultivos pudo tener algo que ver, pero nadie me lo confirma». Ramón es el padre de Nadia y trabaja en el campo. «¿Qué posibilidad hay de hacer algo con la empresa de fumigación de acá al lado?», se pregunta cada vez que pasa el avioncito, como llaman en el barrio a los pequeños aeroplanos.
Katherina Pardo tiene 21 años y cuenta que, cuando era pequeña, «cada vez que había fumigaciones, los niños que iban a la escuela se encontraban mal, con dolores de cabeza y desmayos, y se le echaba la culpa a que faltaba agua potable». Ahora, Katherina lucha para que las cosas cambien. «La gente tiene derecho a no ser fumigada», clama. Entre sus batallas: que abran una escuela en la zona destinada a los chicos con necesidades especiales. «Cada vez son más y no pueden ir a clase», subraya
.«La falta de control del Estado en el uso de agroquímicos se agrava porque a la población expuesta tampoco se le brinda la asistencia necesaria para el tratamiento de las enfermedades y su seguimiento», denuncian desde la Red de Salud Popular Ramón Carrillo, en Chaco. Desde esta organización aseguran que hay registros de uso de los herbicidas glifosato y 2,4D, el componente del agente naranja cuya aplicación aérea está prohibida en esta provincia. «Sin embargo, la gente reconoce que los usan mezclados», denuncian. Además, les consta la utilización de endolsufán compuesto, un insecticida y acaricida prohibido en más de 50 países, y de metamidofos, otro insecticida que acaba de ser prohibido en Brasil.
«No hay un sistema de control del Estado que garantice saber qué es lo que se está aplicando y cómo», explica la abogada Alejandra López, de la Red de Salud. La misma denuncia se repite en otras provincias por parte de la Red de Médicos de Pueblos Fumigados y las agrupaciones como Paren de Fumigar y Paren de Fumigarnos.
La ausencia del Estado ha llevado a la población a buscar nuevas vías para sus reclamaciones. En la Leonesa y en Las Palmas, a 60 kilómetros de la capital de Chaco, sus habitantes recurrieron a la justicia para tratar de detener las fumigaciones que avanzaban sobre sus casas desde los arrozales. El juez les dio la razón. En agosto pasado, la justicia de Córdoba condenó por primera vez a un productor agropecuario y a un fumigador por haber rociado veneno sobre el barrio Ituzaingó. La condena, que está siendo apelada, puede cambiar la historia medioambiental de América Latina en cuanto a las fumigaciones. Pero en el pueblo cordobés de Gatica el daño ya está hecho: a 114 de los 142 niños analizados se les detectó contaminación con agroquímicos, según un estudio oficial.
En San Jorge, en la provincia del centro de Santa Fe, un juez ordenó detener las fumigaciones cercanas a las poblaciones. En la Leonesa y Las Palmas, el Gobierno provincial también ordenó hacer públicos los datos de los hospitales. Después de casi diez años de denuncias, por primera vez se conocieron estadísticas oficiales. Fue en 2010, y los datos confirmaron las sospechas de los vecinos: los casos de cáncer en niños se triplicaron y las malformaciones en recién nacidos aumentaron en un 400 por ciento. Todo ello, en apenas una década. Aunque desde el centro de epidemiología criticaron el estudio, nunca presentaron otro alternativo.
Mientras, la llamada 'frontera agrícola' sigue avanzando. En Santiago del Estero se puede comprobar cómo va extendiéndose. Más en concreto en Quimil, en el noreste de esta provincia en el centro de Argentina. Allí, el avión amarillo termina de realizar la tercera pasada sobre el campo de girasoles que rodea a una casa baja y rosada sobre la que cuelga un cartel que dice: Escuela 146 La Pampa.
Las 110 familias que viven en la zona se cansaron de denunciar las fumigaciones. Afirman que se les secaron los árboles frutales y que sus chicos terminan con los ojos irritados al término de cada pasada.
Después de tantas quejas, el avión -cuenta Chiqui, una de las vecinas- sobrevuela de noche la superficie sembrada. «Creen que, como no lo vemos, no nos damos cuenta de que fumigan», asegura la mujer, que recuerda que donde ahora hay campos sembrados antes había un bosque bajo que casi ha desaparecido. En algunas de las trece mil hectáreas se ven todavía manchones de lo que era la postal típica de la zona. Cerca, a unos 18 kilómetros, una excavadora amarilla lucha contra las ramas secas y espinosas del bosque original. La frontera agrícola es ese pedazo de tierra árido bajo un sol agobiante.
Juan Carlos Soroka dejó de plantar tabaco al poco tiempo de que su segunda hija naciera con una malformación. «En esta zona, en cinco kilómetros a la redonda, hay más de diez casos. Algunos tienen a sus chicos escondidos», cuenta Soroka. Su mujer, Anita, tiene 38 años y asegura que casi todos aquí tienen un hijo discapacitado. «¿Cómo puede ser si vivimos en el aire, en plena selva? -inquiere-. ¿Por qué no hacen algo los de las empresas? Claro, ellos no tienen un hijo aquí, no les interesa. ¿Por qué nos envenenan? Las tabacaleras vienen y te dan las semillas, los venenos y nunca nos dijeron que esto podía pasar. Nunca. Los bichos no son tontos, no comen lo que los mata, la gente parece que sí. Yo digo que el mundo necesita comer, no envenenar».
La población de San Vicente es parte de lo que Sergio Páez llama el 'triángulo tabacalero'. Profesor de Geografía, su tesis versa sobre el uso de agroquímicos por parte de los colonos, como denominan a los campesinos y que, por lo general, son descendientes de alemanes. «Viven una realidad triste asegura. Me encontré con chicos que no caminan, trabajadores con irritaciones cutáneas, con las manos y los pies destrozados. Muchos de los venenos que utilizan en su actividad están prohibidos en Europa o Estados Unidos, pero se usan en Argentina y Brasil».
Víctor es uno de esos colonos. «Había dejado de plantar, pero volví por el problema de él», dice señalando al pequeño Agustín. Nació hace cinco años con parálisis cerebral y es el segundo hijo de Víctor y Celeste Maidana. Celeste tiene la sonrisa tan grande como triste la mirada; el brazo izquierdo enlazado casi permanentemente al cuerpo de Agustín.
«A veces me muevo sin él, y es como que me falta algo», dice. Los Maidana viven en una casa de madera en las afueras de Pueblo Illia, una población de apenas 300 habitantes y a la que se accede por un interminable camino de tierra de más de 50 kilómetros. En este poblado minúsculo abrieron un aula especial por la gran cantidad de chicos con discapacidad que hay en la zona. Katerine Barbosa es la maestra del grupo, que el año pasado ascendía a 36 alumnos. Hace dos, ella y un grupo de padres solicitaron al Gobierno que abriera una escuela para los chicos como Agustín. No hubo respuesta. Katerine también subraya que son muchos los casos y que la exposición a los agroquímicos, sumada a la mala alimentación de las madres, puede ser la causa de tantos niños con malformaciones y retraso mental. Nadie termina de confirmar nada. Nadie responde, pero ella sospecha.
Como sospecha Pedro Mores cerca de la cama de Gonzalo, su hijo recién nacido, mientras espera que el diagnóstico sobre el riesgo de muerte inminente no se cumpla.
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