Hoy sería inimaginable que ocurriera tal cosa pero, en el siglo XIX, los habitantes de Valencia veían las murallas como un estorbo para el desarrollo de la ciudad, por lo que se recibió con alborozo la noticia oficial de su derribo. Como en la canción, pero en otro sentido, gritaron: ¡Abran las murallas!, y cayó el paredón que les constreñía.
La orden la dio el gobernador civil, Cirilo Amorós, quien obtuvo permiso de la reina, Isabel II, porque hubo que vencer la oposición de los militares, que no querían que se quitara la protección defensiva. En 1865, cuando se inició la demolición de las fortificaciones, aún quedaba bastante cercana la memoria de la guerra de la Independencia, cuando Valencia pudo resistir embates de las fuerzas napoleónicas, aunque hacia el final sucumbió ante el empuje del mariscal Suchet.
Las murallas que se derribaron en el siglo XIX se construyeron en el siglo XIV, cuando el rey Pedro el Ceremonioso planteó 'als Jurats' de la ciudad (equivalente al ayuntamiento actual) la conveniencia de levantar una nueva fortificación que superara las limitaciones del viejo cercado de la época árabe y pudiera englobar a los nuevos barrios que habían crecido extramuros.
A partir de 1356 se hizo cargo de las obras una Junta que se denominó de 'Murs e Valls' y una de las partes más emblemáticas, que aún sigue entre nosotros, las Torres de Serranos, se levantgaron en los últimos años del siglo, inspirándose en la entrada del Monasterio de Poblet.
Hoy sólo quedan retazos de aquellas murallas, tanto de la más amplia y moderna como de la más antigua, y cuando aparecen restos de piedras que remiten al pasado los recibimos como vestigios históricos que se miman, al tiempo que lamentamos que no sean más grandes y perdurables.
Una visión bien distinta a la que tenían los valencianos de hace tan solo siglo y medio, que aplaudieron la desaparición de unas construcciones que, según la opinión más extendida del momento, frenaban la expansión del entramado urbano y de la economía. Siempre bien presente el crecimiento a toda costa.
Tanto es así que el principal argumento que esgrimió Cirilo Amorós, desde su cargo de gobernador civil, fue que las obras de demolición servirían además para dar trabajo, porque el paro se multiplicaba entre la población. Y por eso le dedicaron una calle en Valencia, que aún perdura en honor de quien empujó con más fuerza para que desaparecieran las históricas murallas.
Dicen los expertos que en realidad aquella muralla, que fue remendada en innumerables ocasiones, contaba con poca fuerza defensiva y tampoco tenía muchos valores artísticos destacables, salvo las torres de Quart y de Serranos, que afortunadamente se salvaron.
Sin embargo, parece ser que el hecho fundamental de dejar en pie estos monumentos, tan valiosos y emblemáticos, no fue porque irrumpiera a última hora alguna suerte de respeto artístico, sino más bien por algo mucho más prosaico: las torres tenían una utilidad inmediata, hacían funciones de prisiones.
Todavía se puede apreciar un pedazo de aquella muralla pegado a las torres de Quart, como en el IVAM y en la boca del metro de la plaza Pintor Sorolla (restos de la puerta de los judíos). Junto a las torres de Quart (oeste) y Serranos (norte) había otras dos grandes puertas: la del Mar (este) y la de San Vicente (sur).
A éstas se sumaban una serie de portales menores, como las de los Judíos, los Inocentes, Ruzafa, Torrent, los Tintes, Portal Nou, de la Trinidad, de las Dieciséis Llaves, Blanqueries, del Real... Y dentro del recinto quedaban huertos y espacios libres para la urbanización posterior, que acabó empujando antes la desaparición de la muralla árabe que aún se mantenía en pie.
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