domingo, 13 de octubre de 2013

Las dos vidas de María

Las dos vidas de María

Los tremendos dolores de cabeza nunca borraron la sonrisa a María de Villota, que este lunes iba a presentar su libro 'La vida es un regalo'. Con su parche de colores, se convirtió en un modelo de superación



Cada mañana, poco después de sonar el despertador, María de Villota se enfrentaba al reto de hacer la cama. Tras el accidente que casi le cuesta la vida, ese hábito era un martirio. María veía las estrellas cada vez que agachaba la cabeza. Pero se fue soltando y un año después ya lograba hacerlo con cierta soltura. A pesar de los progresos, la primera obligación del día servía para recordarle qué había pasado y hasta dónde había llegado.
El 7 de julio de 2012 María no hizo la cama. Llevaba cuatro días dormida en una del Hospital Universitario de Cambridge y cuando creyó abrir los ojos, en realidad solo pudo abrir uno. Su rostro estaba lleno de remiendos y su cráneo era un puzzle de huesos y titanio. La piloto madrileña había perdido un ojo, pero estaba viva.
Ese día de San Fermín, mientras sonaban la música y la voz de Jack Johnson entonando 'Better Together' (Mejor juntos), la canción que compartía con Rodrigo, su novio, ella no lo sabía, pero empezaba su segunda vida, una propina de quince meses que se agotó ayer en el Hotel Sevilla Congresos, donde Arancha, su asistente, se la encontró muerta cuando entró en su habitación a las siete de la mañana para despertarla.
Cientos de personas recordaron ayer lo obvio, que María de Villota era un ejemplo de superación. Pero hasta su muerte arrancó una última paradoja para recordar quiénes somos y a dónde vamos. La pionera española moría el día que iba a participar en un congreso llamado 'Lo que de verdad importa'. Y el lunes iba a presentar un libro, su libro, bajo el título, ahora más cargado de simbolismo que nunca, 'La vida es un regalo'.
La autopsia del Instituto Anatómico Forense de Sevilla no arruinó el título y determinó que las causas del deceso fueron «absolutamente naturales». Aunque las secuelas del accidente fueron letales. Su cuerpo será enterrado en Madrid en «estricta intimidad».
La segunda vida de María de Villota, una madrileña nacida el 13 de enero de 1980 y vuelta a nacer aquel terrible 4 de julio de 2012, fue muy diferente a la anterior. Los primeros 32 años los consagró al automovilismo. Su padre, Emilio de Villota, llegó a correr tres grandes premios de Fórmula 1 y aunque intentó disuadir a sus tres hijos, solo alejó de los coches a Isabel. Los otros dos, María y Emilio, intentaron hacer carrera con todas sus fuerzas.
El chico entró un día en casa con dos formularios de inscripción para una prueba de pilotos. Uno era para él y el otro, para su hermana. Desde aquel examen, María ya no volvió a parar el motor. Emilio cayó en la última criba. Ella no. Primero fue el zumbido de los karts y desde aquel trampolín fue escalando. Un hito detrás de otro. Fue la primera mujer en lograr la pole en el Ferrari Challenge, en Mugello; en participar en el Mundial de Turismos (WTCC); las 24 horas de Daytona; las Euroseries 3000, la Superleague Formula, y, ya en agosto de 2011, los entrenamientos con la escudería de Fórmula 1 Lotus Renault en el circuito de Paul Ricard.
«¿Quién me va a querer?»
María cumplió al volante del Renault R29 y en marzo de 2012 Marussia, otra escudería de F-1, la fichó como piloto probador. El 18 de marzo se estrenaba en Melbourne, en el Gran Premio de Australia, y allí sintió que había alcanzado su sueño. La hija de aquel director de oficina bancaria que se compró un coche de F-1 para poder correr en el Jarama, al fin tenía un bólido hecho a su medida.
El 3 de julio estaba en el aeródromo de Duxford (Reino Unido) para realizar unas pruebas aerodinámicas. Aquella mañana, en Madrid, Emilio de Villota tranquilizaba a Isabel, su mujer. Un entrenamiento de esas características no acarreaba peligro alguno. Pero sucedió lo inesperado. María entró en boxes y, sin explicación aparente, se empotró contra la rampa de un camión. Su hermana Isabel, después de ver el brutal impacto, creyó que había muerto. Pero le dijeron que se movía. Entonces, a las 9.20 horas, llamó a casa, a su padre, al hombre que entendía qué cosas podían suceder con un Fórmula 1, y le dijo: «María ha tenido un accidente grave. Venid para acá».
Los médicos de aquel hospital de Cambridge le salvaron la vida después de 17 horas de operación: cuatro craneoencefálica y 13 de reconstrucción facial. Le recompusieron la cara, pero no pudieron salvar el ojo derecho. Aquello fue un 'shock' para María. «Le dije al médico que si él era cirujano y necesitaba las dos manos para operar, yo era piloto y necesitaba los dos ojos para conducir». Poco después, su madre la llevó ante un espejo para que se enfrentara a ella misma. «Me quedé aterrada, pero me impactó más ver a mi madre». Y entonces, al verse sin un ojo, pensó: «¿Quién me va a querer así?».
Un año más tarde, Rodrigo García Millán, su novio, un preparador físico de 29 años, el mismo que eligió 'Better Together' para su segundo nacimiento, se la llevó hasta aquel pintoresco faro de Santander que tanto significaba en su relación. Ella se giró para ver el atardecer y se encontró a Rodrigo arrodillado con un anillo en la palma de su mano. Él sí la quería. Así y de cualquier forma.
Unos días después se casaron en el Palacio de la Magdalena, en una ceremonia oficiada por Íñigo de la Serna, el alcalde de Santander. Los doce únicos invitados disfrutaron del banquete que cocinó Jesús Sánchez, una estrella Michelin, en el Cenador de Amós. Santander es la ciudad de Rodrigo y el refugio de fin de semana de la pareja. Allí se acomodaban los festivos en la casa que tenían alquilada en el Piquío, muy cerca de la playa del Sardinero, donde ella paseaba con 'Morgan', su perro fiel, y él se lanzaba a coger olas sobre una tabla de surf.
En aquel barrio se ganó a la gente a golpe de dulzura, sencillez y simpatía. Por eso ayer lloraban su muerte Toñín, el portero del edificio; José, el dueño del bar 'La Góndola' donde María le prometió acudir algún día a ver las carreras, o Sergio, el vecino que cada tres meses la veía aparecer con un Mini diferente. Como Antonio, que ayer la definía como «un ángel». No debe ser una casualidad que el comunicado que emitió la familia hablara de que María «tenía que ir al cielo como todos los ángeles», las mismas líneas en las que su gente exhibía sus profundas creencias religiosas. «Doy gracias a Dios por el año y medio de más que la dejó entre nosotros».
La segunda vida fue menos trepidante que la primera, pero quizá la llenó más. María, a pesar de sus hitos deportivos, era una completa desconocida para el gran público. Como mucho, para los veteranos aficionados al deporte, era la hija de Emilio de Villota. Pero el accidente o, más bien, su reacción ante un accidente así de traumático, la convirtió en una celebridad.
María de Villota se hizo famosa por su parche, siempre a juego con la ropa, incluido el blanco que lució el día de su boda. Pero cautivó a la gente por su preciosa y generosa sonrisa y por su ejemplo. María se convirtió en un modelo para la sociedad. La ya expiloto explicó que los colores alegres y vivos la animaban. «Me he agitado. Me he quitado todos los complejos y armaduras». Y entonces comenzó a aparecer con parches azules, rojos, estampados..., los labios rojo carmín, y el pelo, un punto erizado, se convirtió en rubio ceniza. Era la nueva María. «Ahora que tengo (solo) un ojo, quizá percibo más cosas que antes», declaró la madrileña, habitual de entrevistas y conferencias. Su ejemplo podía inspirar y no lo desaprovechó. «Ahora sí tengo un mensaje que transmitir. No tengo ni que explicarlo: las secuelas van conmigo».
La visión monocular era un incordio, no un obstáculo. Desde luego no fue un impedimento para colaborar con la DGT, formar parte de la comisión de la FIA, ser la responsable de la escuela de pilotos María de Villota, embajadora contra la violencia de género o colaboradora de la Fundación Ana Carolina Díez Mahou, que ayuda a niños con enfermedades neuromusculares como la que se llevó al hijo de un primo suyo con tres años. Estaba feliz y hacía feliz a la gente, personas que la paraban por la calle para darle las gracias por su ejemplo. «No esperaba recibir tanto cariño», decía complacida. Aunque los dolores de cabeza, un tormento que nunca cesó, siempre le recordaban que la vida le había concedido una prórroga... que ayer tocó a su fin.

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